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Nuestra generación, esa que levantó con el sudor de sus manos la sociedad en que vivimos hoy. A la cual no le hizo falta la tecnología para conocernos y conectarnos los unos con los otros, bastaba un apretón de manos, un abrazo, una sonrisa, una mirada, un beso…
Recuerdo mis tiempos de joven lleno de sueños, con ansias de comerme el mundo de un mordisco y de expandir mis horizontes. Hoy, ya a mis 66 años, me doy cuenta de que este es un muy necesario proceso que todo ser humano debe experimentar para poder darse cuenta y comprender lo que es verdaderamente importante en la vida.
En primer lugar: la familia; nuestros padres, hermanos, pareja, hijos y aquellos a los cuales llamamos amigos pero que en verdad son la familia que elegimos. Aquellos que estén en los mejores y más difíciles momentos de tu vida, son a los que realmente nos debemos.
En segundo lugar: la felicidad, no importa cómo, pero siempre debemos tratar de ser felices, sonreír siempre, es nuestro derecho y debería ser nuestro estado natural, tiene que ser nuestra decisión y esto depende de nuestra actitud ante la vida.
En tercer lugar: la bondad. He aprendido que no hay nada que me haga más feliz que hacer algo por los demás, que los problemas cotidianos se resuelven siempre de una manera u otra, poniendo amor y ganas a todo lo que nos rodea, siendo bondadosos, respetuosos, educados y siempre preguntándonos: ¿qué estamos haciendo por los demás?
Y por último, lo más importante que he aprendido en los últimos tiempos: siempre intentar hacer de manera extraordinaria las pequeñas cosas ordinarias, así veremos como algo tan simple como compartir un café con un amigo, ver una puesta de sol, admirar el revoloteo de una mariposa puede convertirse en un momento maravilloso.
Por todo ello, les invito a disfrutar a plenitud de la vida, a ser extraordinarios en cada minuto, a continuar construyendo junto a los más jóvenes el futuro y a hacer que cada persona que se nos acerque sea mejor y más feliz.